(por poner algún título)
Autora desconocida
Un nombre: Ismael (como el mayor de los varones vecinos de enfrente de
casa de mis padres. No he conocido a ninguno más)
Un apellido: Olea (como el catedrático/autor de mi manual de
derecho laboral. Un sevillano, que consideraba que "el
trabajo vivifica el cuerpo y el espíritu". Un libro rojo,
que de rojo no tenía más que la portada -claro
está- y cuyo artífice como digo era un reconocido
laboralista, un tal Alonso Olea)
Una foto en blanco y negro ( a través de le cual
deduje-erróneamente, por cierto- que podía ser un
asiduo de "el rastro")
Una ficha con datos que leí, pero que apenas recuerdo ( fue
mi tendencia natural a olvidar todo aquello que me resisto a creer,
pues soy de las que pienso que en una página de
contactos no abunda la verdad-caso de que exista, claro-;
desdeño- supongo que sin razón- lo que cada cual
dice de sí mismo)
Una docena de famélicos mails, terminados en
extraños signos de puntuación y diseminados a lo
largo y ancho de unos dos meses.
Un marcado acento andaluz que constaté en nuestra
única y desafortunada conversación
telefónica.
Algún intento fallido de quedar, que quedó, en
eso, en intento, sin más.
Intriga, desdén, curiosidad, oportunidad para probar mis
propias reacciones, casi olvido, retorno de la intriga,
desidia y demás, se sucedieron alternativamente como si se
tratase de poner a prueba mi desvalida paciencia.
Aún me tocaría "aguantar" un ratito
más. El día en que por fin ninguno de los dos
tenía pegas para el encuentro. Fijado con suficiente
antelación sitio y hora. Un sms me anunció que se
le había hecho tarde, que no podría llegar a
tiempo. Tuve que contestar para asegurarme si tenía la
intención de venir y en ese caso, cuándo. Me temo
que fue mi respuesta la que le ayudó a sacudirse la pereza y
decidirse, por fin, a acudir. No estaba dispuesta a perderme el
"acontecimiento", convertido en tal, por obra y gracia de la
expectación creada. Así que me dispuse a esperar
lo que hiciera falta.
Fue hora y media. Un retraso y la consiguiente espera de hora
y media en la primera "cita". En otro momento de mi vida, no muy
lejano, hubiese despotricado contra él y de paso contra el
género masculino en general. Dudo entre atribuir
tamaño "milagro" a mi balón de pilates, las
meditaciones, el proceso de conexión conmigo misma que me
autoimpongo cada noche, las lecturas sobre autoestima,
psicología, psiquiatría, y sociabilidad general,
el hecho de estar al ladito de mi casa a la que tarde o temprano
tendría que regresar...el caso es que se doblegaron mis
impulsos instantáneos y algo evitó la
reacción cortocircuito, que conociéndome, era de
sospechar. Incluso disfruté de la espera,
probándome sudaderas que sabía de antemano, no me
iba a comprar.
Llegó sin excusas, sin disculpa alguna por
increíble que fuese, salvo que pueda entenderse por tal, la
pura y simple "desconexión". Confirmó
mis sospechas, afirmando alegremente que había
acudido por cortesía y nada más. Le
reconocí sin conocerle y de espaldas (su melena rizosa
-calcadita a la de la foto- no me dejó oportunidad de dudar).
A partir de ahí nos enzarzamos en la tópica y
estéril discusión sobre los dialectos, mientras
hacíamos cola en un cajero de Caja Madrid.
Aguantó sin aparente conmoción, mi reproche de
cabezonería. Le acompañé a comprar un
libro, que ya había leído pero que le
encantó y quería tener. Lo vio por casualidad.
Era de la guerra civil, desde el punto de vista republicano.
Dijo sí, sin pensar, a la propuesta de hacer de
extra para un director novel en la sala Siroco. Dijo sí, a
los bares. Dijo sí, a las "claras". Dijo sí, a
las tapas -fueran de lo que fuesen- que acompañaban a cada
caña dulcificada...solo dijo que NO le gustaba juzgar y
añado yo, que por extensión, tampoco le gusta
dejarse juzgar.
Hete aquí que el huidizo Ismael Olea, siempre ocupado,
viajando, aturdido por teléfono y contestando escuetamente a
mis correos, se mostraba positivo, dispuesto y hasta locuaz.
Gesticulaba con cierta elocuencia, para acompañar a sus
palabras. Cierto que no planteaba temática alguna (lo mismo
era yo la que no le dejaba) pero respondía a todas las
preguntas que le formulaba, por impertinentes que pudiesen resultar.
Todo, sin atisbo de extrañeza, sin recular, sin dudar. Lo
mismo le daba que mi pregunta fuese dónde nació,
que si su padre admitía de buen grado su melena o lo que
hacía cuando escuchaba a sus vecinos follar. Hasta se
atrevió a cantar, en el mismito momento en que le
insté a tatareame la canción que me
había mentado segundos antes...y no se conformó
con una frase, me cantó el "me estoy quitando" de
"péapá".
Cinco horas con Ismael Olea, constataron una vez más la esterilidad de pensar por pensar. Cayeron de golpe mis ideas preconcebidas sobre los contactos de internet. Imaginé que se trataba de una panda de "salidos" en busca de relaciones facilonas y precipitadas y me encontré con un ser- sigo creyendo- poco usual, que no parecía tener nada que ocultar; que sin juzgar, ni dejarse juzgar (continúo con mi propia cosecha) exponía abiertamente su perspectiva vital y con la suficiente osadía para llegar a autocalificarse de estrecho, sobreentendí que" a mucha honra", pues lo decía blandiendo, a modo de eslógan publicitario, que eso de que las mujeres decidieran siempre con quién se iban a acostar... tenía que cambiar. Y lo más curioso es que su actitud lo hacía creíble, casi hasta evidente. No pude percibir ni la más mínima intentona de coquetear.
Nos despedimos precipitadamente y...de momento...nada más.